Mi vida se ha vuelto lenta: un nanosegundo se elonga a través de mi mente, se vuelve intenso, infinito, eterno.
Puedo ver la constante e imparable deriva continental en todo el planeta; puedo apreciar la rotación de los planetas en su eje y sus caóticas irregularidades, igual que las inestabilidades causadas por la resonancia gravitacional entre los cuerpos celestes.
Veo el interior de mi cuerpo y veo millares de células moviendose, produciendo sustancias, acarreando oxígeno, vagando por todo el cuerpo. Veo cómo cierran heridas, cómo atajan millares de pequeñas emergencias, cómo se armonizan entre ellas para producir vida.
Ahora puedo apreciar la extraña fricción gravitacional entre la Tierra y la Luna y su sorprendente intercambio de fuerzas y energías angulares. Puedo notar el milisegundo y medio por siglo que añade la Tierra a su periodo rotacional y los 38 milímetros por año que la Luna agrega a la distancia de su órbita desde el centro de la Tierra.
Ahora me doy cuenta de la cantidad gigantesca de energía que se produce en el centro del Sol, y cómo esta radiación ultravioleta encuentra su camino a la superficie por convección, atravesando la inconcebible densidad de la materia solar; de cómo va perdiendo energía en el camino a través de los siglos hasta degradarse a luz visible, escapar e irradiarse al espacio.
Puedo asistir a la creación y nacimiento de las estrellas en las nebulosas a lo largo del universo.
Cómo se va aglutinando el polvo estelar a lo largo de los eones hasta que tiene suficiente masa y momentum para girar y atraer más gas y material desechado por las supernovas y otras nebulosas: las mortajas de sus antepasados estelares.
Lleva mucho tiempo pero no importa, puedo esperar.
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